Érase una vez un niño
llamado Daniel que vivía felizmente con sus padres, su hermana pequeña y su
abuela en un bonito pueblo llamado Los Santos de Maimona. Daniel era un niño
muy curioso y siempre se había preguntado, qué había en la casa de enfrente.
Ésta, estaba en ruinas y su abuela siempre le había dicho que no se acercara.
Aunque Daniel le preguntaba, su abuela nunca le dijo la verdad sobre la casa y
como Daniel era un niño muy inquieto decidió investigar junto con su hermana
María.
Los dos se acercaron a la
casa sin que su abuela se enterara, la curiosidad de Daniel lo llevó a él y a
su hermana a quedarse encerrados en la casa oscura. Por momentos pasaron mucho
miedo, escuchaban ruidos muy raros y hacía mucho frío, Daniel abrazado a su
hermana sacó una linterna de su mochila y los dos comenzaron a andar por la
casa para buscar una salida. Llegaron hasta el salón, allí vieron a alguien
sentado en un sillón de espalda frente a la única ventana de la casa; al ver la
luz reflejada en el cristal de la ventana el sillón empezó a girarse, los niños
cada vez más asustados empezaron a gritar, cuando el sillón se dio la vuelta
vieron a una mujer anciana inofensiva que sólo buscaba la soledad en su casa
situada en la Sierra de Los Santos de Maimona. La anciana con voz débil y
ronca, les pidió a los hermanos que abandonaran la casa y que nunca dijeran lo
que habían visto allí. En ese momento se abrió una trampilla en el suelo que
los llevó hasta su casa. Daniel y María no podían creer lo que estaba pasando y
se lo contaron a su abuela. Su abuela muy enfadada, decidió contarle la verdad.
Aquella anciana era su hermana mayor
abandonada desde pequeña por sus padres, pero ella siempre la visitaba a través
de las trampillas que las casas escondían, nadie sabía de su existencia y nadie
debería saberlo nunca jamás, sería el secreto que los hermanos deberían
guardar.
ALBA MORENO
MATAMOROS 2º CURSO
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